La cultura celta se ha transmitido durante generaciones de
forma oral. La lengua celta no tenía caracteres para ser representada de forma
escrita. Esto ha hecho que los únicos documentos escritos de los antiguos
celtas sean los de los historiadores romanos, con la consecuente interpretación
y pérdida de conocimiento. Todo esto ha hecho que no sepamos exactamente cómo
era la cultura celta en su apogeo, y que los libros sobre el tema no digan lo
mismo sobre quiénes eran sus dioses o lo que significaban los símbolos, por
ejemplo. Depende de la fuente, variaran las fechas de los árboles o a qué
protegía cada dios, pero la esencia es la misma.
No cabe duda de que los árboles tienen una gran importancia
en la cultura celta. La vida de los hombres está íntimamente relacionada con
los bosques. Éstos les proporcionan protección, cobijo, la leña que alimenta
las hogueras y en ellos se abastecen de caza y frutos necesarios para su
alimentación. Algunos árboles como el roble, son elementos sagrados a los que
los celtas guardaban un profundo respeto. Los druidas utilizaban los bosques
como aulas donde impartían sus enseñanzas y conocían profundamente los secretos
de las plantas, de las cuales extraían los ingredientes principales de sus
remedios medicinales y sus pócimas. Por lo tanto, dentro del estudio de los
símbolos, es acertado empezar hablando de los árboles, esencia de la vida.
El árbol establece la comunicación entre los tres niveles
del cosmos: el subterráneo, por sus raíces; la superficie de la tierra, por el
tronco; y el cielo, por la copa y sus ramas. Es por tanto el eje del mundo que
establece la relación entre la tierra y el cielo. El árbol de la vida surge de
un recipiente, una vasija que simboliza a la madre tierra, de la que nace toda
la vida.
El árbol era el eje del mundo
Debido a que las raíces del árbol se sumergían en el suelo
mientras sus ramas se elevaban al cielo, el druida lo consideraba el símbolo de
la relación tierra-cielo.
Poseía en este sentido un carácter central, hasta tal punto
de que suponía la esencia del mundo.
Son muchas las civilizaciones antiguas que han establecido
su árbol central, ése que era tenido como el eje del mundo: el roble de los
celtas; el tilo de los alemanes; el fresno de los escandinavos; el olivo de los
árabes; el banano de los hindúes; el abedul de los siberianos, etc.
Tanto en la China como en la India el árbol que es
considerado el eje del mundo se halla acompañado de pájaros, lo mismo sucedía
con los celtas, ya que éstos reposan en sus ramas.
Lo considerábamos estados superiores del ser, que se
hallaban vinculados, al mismo, con el tronco del árbol.
Los pájaros eran doce, lo que recordaba el simbolismo
zodiacal y el de los Aditya, que constituyen la docena de soles.
La misma cantidad suman los frutos del árbol de la vida, los
cuales son signos de la renovación cíclica que se produce en todo lo vivo que
hay sobre la Tierra.
El árbol cósmico para los druidas era el central: su savia
suponía el rocío celestial y sus frutos proporcionaban la inmortalidad (el
retorno del ser o un estado paradisíaco).
Así ocurría con los frutos del árbol de la Vida que se
encontraba en el Edén, las manzanas de oro del Jardín de Hespérides y los
melocotones de la si-wang, la savia del Haoma iraní.
El hiomaragi japonés también es valorado como un árbol
cósmico, igual que el Boddhi, bajo el cual Buda alcanzó la plena iluminación,
por lo que desde entonces representa al mismo Buda en la iconografía primitiva.
El simbolismo chino conoce el árbol de la fusión: une el
Ying con el Yang (cruzamiento de las flores masculinas y las femeninas del
árbol).
Asimismo, las dos categorías de árboles: los de hojas
caducas y los de hojas perennes están afectados por signos opuestos: uno
simboliza el cielo de las muertes y renacimientos; y el otro representa la
inmortalidad de la vida, es decir, dos manifestaciones diferentes de una misma
identidad.
En Bolivia y Haití, el árbol no sólo es de este mundo, se
yergue en el más próximo y sube al más lejano. Va de los infiernos a los
cielos, como un camino de viva comunicación.
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